Libros para el camino
Este lugar tiene que ver con la música, y con lo que nos conmueve de la música.
Slow Train Coming. Bob Dylan y la cruz de Jesús.
Rumours. La tormenta emocional de Fleetwood Mac.
Este es un libro que enseña por qué un lote de canciones puede alcanzar la perfección, cruzar décadas y perpetuarse en el tiempo. Nos habla de una banda de blues en busca de su identidad, zarandeada por los conflictos y las deserciones, que acaba por reinventarse con lujosas sonoridades pop. El camino lo hacen al revés, desde la Inglaterra de los años 60 y el árbol de generoso follaje que fue John Mayall, explorando los recovecos del blues, hasta la América de los 70 en la que se dan de bruces con el mainstream. En esa travesía quedan atrás discos exquisitos y músicos desquiciadamente fantásticos, relaciones personales difíciles y fracasos. En Inglaterra ya no son nadie, pero en América les siguen queriendo. Y de repente el estallido, música colorista para un disco eterno con portada austera, fotografiada en blanco y negro. Un disco que suena amable y entusiasta, con melodías alegres y ritmo contagioso. Un disco en el que las letras hablan de desamor y ruptura, de infidelidades, rencor y reproches, en el que los músicos vacían en las canciones sus sentimientos y su dolor. Un disco en el que las canciones hablan de ellos mismos. Un contrasentido. Cómo pudo surgir algo semejante y culminar de ese modo lo explica muy bien Xavier Valiño, que retrata con palabra fácil las tensiones entre los miembros de la banda, y el momento excepcionalmente creativo al que no renuncian, aunque tengan que verse las caras cada día. Valiño habla de "Rumours" y del difícil trayecto que llevó a él, una búsqueda musical que duró años, resuelta en gran medida por el azar un día en que Mick Fleetwood salió a hacer la compra. Era necesario que todo lo que le precede se nos contara, porque el disco no nace de la nada sino de ese largo proceso, de un horizonte siempre borroso que al final se despeja. Valiño construye un relato preciso y nos lleva de la mano por las vidas de sus protagonistas, nos adentra en las canciones y discretamente se retira y nos deja con ellas, el legado de tres hombres y dos mujeres al que ningún algoritmo puede aspirar.
The Velvet Underground, etc
Sobras Completas. Flaco Barral.
Conversaciones con Teddy Bautista
Para los que ya tenemos una
cierta edad, Teddy Bautista fue alguien que aparecía y desaparecía puntualmente
de la escena. En mi niñez él era a Los Canarios lo que Mike Kennedy a Los
Bravos, y cantaba en inglés canciones que no entendíamos pero que no
parábamos de cantar, a nuestra manera. Después nos enteramos de que Canarios –
entonces se llamaban ya así – tenían un disco muy raro, con música electrónica y
préstamos de Vivaldi. Siendo nosotros adolescentes Bautista era Judas en
Jesucristo Superstar, un galimatías. Y andaba entre amigos con Aute en el
famoso disco doble. Finalmente, cuando nos salieron las primeras canas, Eduardo
Bautista fue el villano nacional, reo del delito de impedir que todo fuera
gratis. Esos episodios inconexos de nuestra memoria forman parte de la
trayectoria de un personaje singular, y Luis Lapuente, con su habilidad para
ponerse a la escucha y juntar las piezas que dan sentido a una historia, nos
lleva a descubrir la importancia de Teddy Bautista en la escena española, desde
su papel decisivo en la importación del soul a mediados de los años sesenta, su
inquietud por los avances tecnológicos incorporados a la música, su olfato para
subirse al barco de legendarias producciones musicales foráneas como The Rocky
Horror Show o Jesus Christ Superstar, hasta su empeño en modernizar la sociedad
de autores y defender el derecho de los artistas a percibir los frutos de sus
obras. El formato de preguntas y respuestas es una excusa para dejar que
Bautista entre en una narración en primera persona, tal es así que parece que
estemos viajando con él en el tiempo a su casa de Las Palmas de Gran Canaria, o
que en su estudio nos movamos entre sus exclusivísimos sintetizadores. El libro
dedica un espacio necesario a restaurar la imagen dañada de Teddy
Bautista, ese hombre culto y sensible, pasional, avanzado a su tiempo, que vivió la sombra de la cárcel y el desprestigio público, a merced de fuerzas poderosas
contra las que es difícil salir ileso. Lapuente le brinda generosamente las
páginas de su libro, porque nadie más lo hizo cuando tocaba hacerlo.
Good Pop, Bad Pop
Todo lo que importa sucede en las canciones
Filosofía de la canción moderna
Este libro puede no gustarte. No está escrito con la intención de que te
guste. Puede que no compartas su planteamiento. Este libro te engaña desde el
título. Mirando el índice intuyes que tu concepto de canción moderna no es el
mismo que el suyo. Empiezas a leerlo y te cuestionas qué tiene que ver la
filosofía con todo esto. Creías que ibas a encontrar la clave secreta para
descifrar las canciones y te sientes decepcionado. Dylan te la ha jugado una
vez más y no sé de qué te extrañas, lleva haciéndolo desde siempre, puede ser
que tú ni siquiera hubieras nacido cuando él empezó este juego. Este libro no
está hecho para que te quites el sombrero y sin embargo deberías hacerlo. Es
más, si no tienes sombreros en tu armario deberías salir ya a comprar uno para
poder descubrirte una vez más ante el Maestro. Aunque Dylan sea un pozo de
conocimiento del que no se ve el fondo, este es el libro de un Nobel de
literatura, no el de un crítico musical, no el de un musicólogo. Hay que
disfrutarlo así. No busques ciencia, no busques fórmulas ni recetas. Dylan está
hablando del mundo tal como lo conoce, de cómo era y cómo es. Está hablando de
sí mismo fingiendo que habla de otros. En realidad no finge, eso a él no le
importa. Está viviendo en las vidas de otros y en las canciones de otros,
porque las suyas no le sirven para encontrar la verdad. Sus canciones dejaron
de ser suyas, escapan de él cada vez que las graba o las interpreta de un modo
distinto. Las escribe y las canta y desde ese momento pasan a ser nuestras. Nos
llevan a algún lugar. Este libro habla de canciones ajenas que le hablan a él,
que son suyas precisamente porque las escribieron otros. Puede que para ti no
signifiquen nada. Para él son importantes. Esas canciones, lo que dicen, o lo
que le dicen, ocupan un lugar en su vida y en su visión del mundo. Si te
importa Dylan, y creo que así es porque estás leyendo esto que escribo,
entonces estas canciones y este libro deberían importarte también.
Cuatro de cada diez canciones seleccionadas están fechadas en los años 50,
y una mínima parte sobrepasan la década de los 60. Incluso de estas últimas, la
fecha es puramente circunstancial en la mayoría. ¿Se puede llamar “modernas” a
canciones que superan ampliamente el medio siglo de vida? Hay quien cree que
no. Todo es relativo. Si el término de comparación es “Chicken Teriyaki”
indudablemente no. Si lo son las canciones de marineros del siglo XVIII, la
respuesta es otra. Saltemos pues la primera trampa del título y sigamos
adelante, en un bosque lleno de árboles ancianos. Dylan se siente a gusto en
él. Cuanto más avanzaba en su carrera artística, más se afirmaba en la tierra
que pisaba, en la tradición americana. Dylan, como todo buen árbol, ha hecho
frondosa su copa hundiendo sus raíces en lo profundo. Este libro es historia de
los Estados Unidos. En sus páginas hay un tratado de amor y de respeto a su
cultura y a sus contradicciones. Dylan, en la gira británica de 1966, exhibía
una enorme bandera de las barras y estrellas en el escenario. ¡Esto es música
americana!, se le oyó gritar. Ha pasado mucha agua bajo el puente, y en la
memoria del trovador hay imágenes de la vieja América que nunca se borrarán.
Esa vieja América en la que él se crio, que entonces era nueva, y en la que se
desarrollaba un nuevo lenguaje. Auabap-alubap-auap-bambum.
Little Richard. “Tutti Frutti”. Un lenguaje musical desconocido, que grita
cosas sin sentido aparente, y que escribe historias en las que el significado
se retuerce. Little Richard es el maestro del doble sentido, dice Dylan, y se
pregunta si Elvis sabía que esa canción hablaba de lo que hablaba: todas las
frutas, hombres, mujeres, travestis, en el banquete del sexo. Dylan, a lo largo
de este libro, nos va a narrar a su manera lo que dicen las canciones que ha
elegido. A veces nos va a ayudar a encontrar su sentido, su historia. En “Come
On-A My House”, de Rosemary Clooney, nos invita a distinguir entre lo que va a
suceder y lo que podría suceder, nos descubre una canción ominosa disfrazada de
éxito pop despreocupado. Otras veces se va a ir Dylan mucho más allá, va a
tomar unos pocos versos y construir con ellos un relato de varias páginas. Tal
vez su imaginación vaya más lejos de lo que el autor de la canción pretendía,
pero, ya sabes, no importa de dónde viene una canción sino a dónde te lleva.
Dylan disfruta con esas relecturas y se le nota. Cuando nos habla de “El Paso”,
que Marty Robbins escribió y grabó en 1959, se sumerge en el arte de encontrar
significados, lecturas distintas. Esta es la balada de un alma atormentada, nos
dice, esta es una canción de post-resurrección y sobrevuela tu cabeza. Dylan
revisita el argumento y lo lleva a donde a él le lleva, y te advierte que
cualquier aproximación es válida: uno puede ver la canción como el tierno
lamento de un vaquero errante que muere por una bailarina a la que apenas
conoce, o no. Una canción siempre está abierta, es algo que desde antiguo nos
ha enseñado. En “Gypsies, Tramps & Thieves”, de Cher, se da a recrear la
vida de los feriantes y a señalar lo que hay detrás, y su acercamiento a
“Midnight Rider”, de los Allman Brothers, supone una prodigiosa reinvención del
jinete nocturno a partir de nada. Creación pura.
De la mano de Dylan vemos la América de los drugstores y de las ciudades,
la de los vagabundos y los inadaptados, la de los neones y la de los espacios
abiertos, la de las pistas de baile y la de los cines. La América con un
revolver al cinto, y la de los zapatos de gamuza azul. Si no sabes la
importancia de los zapatos, él te lo explicará, a cuenta de la canción de Carl
Perkins. Veremos también la sombra de Vietnam y la América que en los sesenta
soñó otra América. Es un fresco que se compone de pequeñas piezas, diseminadas
aquí y allá. Solo tienes que juntarlas. Dylan nunca te lo pone fácil, nunca te
invita a seguirle, pero sonríe sin que lo veas cuando sabe que estás ahí, que
no te has ido. A veces Dylan rebusca en el cancionero europeo. Da la impresión
de que se obliga. Pasa por alto a los Rolling Stones, a los Beatles, a los
Kinks. Curioso para alguien que ha declarado rotundamente que los de Jagger y
Richards son la mejor banda de la historia. Aflora el desapego hacia el
cuarteto de Liverpool cuando los cita como banda sonora de las niñatas y
colegialas, histeria de quinceañeras que está fuera de lugar en el Londres de
The Clash, de quienes se detiene en su inevitable “London Calling”. ¿Acaso el
viejo Bob que confraternizó con los Beatles no es ya el mismo? Sin duda. El
viejo Bob no es Bobby Dylan nunca más. Le echa una mirada a “My Generation” y
nos lee el reverso de la canción de The Who, lo que no dice Pete Townshend, que
todos despotricamos de la generación anterior pero sabemos que solo es cuestión
de tiempo que nos convirtamos en ellos. Suena a condescendencia,
inevitablemente. La vieja Europa es un patio de colegio para él. Chicos majos
los Clash. Pero Stephane Grappelli palidece si lo pones al lado de Louis
Armstrong. Lo menciona de pasada hablando de cine norteamericano cuando comenta
“Saturday Night at the Movies”, de The Drifters. Europa además es babélica,
habla lenguas extrañas. Al menos resulta gracioso escuchar una canción en un
idioma que no entiendes. Tiene un efecto liberador. Eso le sucede con “Volare
(Nel blue, dipinto di blu)”, pero indaga en la letra y nos apunta que puede que
esta sea una de las primeras canciones psicodélicas, anticipándose a “White
Rabbit” de Jefferson Airplane. Dylan seguramente ignora que toda una generación
en España crecimos sin entender lo que él decía en sus letras. Eso que le
pasaba a él con la canción de Domenico Modugno nos pasaba a nosotros con las
suyas. Reconforta reconocernos en lo que cuenta.
Este es un libro a contracorriente y sus protagonistas a menudo lo son
también. Sinatra fue contra el mundo cuando grabó “Strangers in the Night” en
1966 y con ella hizo frente a la invasión británica. Hoy eso no habría
sucedido, se queja Dylan, todo está estratificado, cada canción tiene su nicho.
Nuestro mundo es estrecho y en las plataformas musicales alguien decide por ti
lo que quieres escuchar. Como Dylan es capaz de hablar de lo que se proponga, lo
ilustra con la falsa historia de los lemmings suicidas, con ocasión de comentar
“Waist Deep in the Big Muddy”, grabada por Pete Seeger en 1967. Ir contra todo
es arriesgado, la industria siempre gana, y pone el ejemplo de Elvis Presley,
enterrado en vida en Las Vegas y cantando precisamente eso, “Viva Las Vegas”. Dylan
ha vivido mucho y no solo porque los ochenta años ya los cumplió. Por eso, este
libro es también enseñanza. La guerra actual no es la primera, nos lo recuerda,
entre la erudición y el discurso, con “War”, de Edwin Starr, y en todas las
guerras los vencedores escriben la historia. Dylan está del lado de los
perdedores. John Trudell, indio de la tribu santee dakota, autor de “Doesn’t
Hurt Anymore”, es uno de ellos. Su vida fue trágica, su canción te arrancará el
corazón. Dylan te explica que la razón de su música es que transmite una
antigua sabiduría. Bobby Darin es otro perdedor. Realmente es un no triunfador,
pero en la cultura estadounidense ambas cosas son equivalentes. Enternece cómo
lo recuerda Dylan, cómo lo opone a Sinatra. “Mack the Knife” es la canción que
los une. La interpretación de Darin es tan buena como la mejor, pero el mundo
solo podía admitir a un Sinatra, nadie podía seguir su camino. Los perdedores
están por todas partes en las canciones de este libro, y los marginados, y los
que voluntariamente se sitúan al margen de la sociedad. Están en “Willy the
Wandering, the Gipsy and Me”, de Billy Joe Shaver, una canción que Dylan define
como un acertijo, que resulta más extraña cuanto más entras en ella; en “Jesse
James”, de Harry McClintock; en “Pancho and Lefty”, escrita por Townes van
Zandt, que le sirve para apuntar que escribir canciones se basa en buena medida
en reducir los pensamientos a su esencia. Perdedor es también el protagonista
de “Detroit City”, escrita por Danny Dill y Mel Tillis, y cantada por Bobby
Bare, con cuya propia historia personal podría identificarse. Dylan reflexiona:
“¿Qué nos lleva a pensar, cuando una canción entra en modo narrativo, que de
pronto el cantante nos está contando la verdad?”
Este libro habla de eso, de algo misterioso que encierran las canciones.
Filosofía, según reza el título. O lo que hace que una canción te atrape al
paso, e incluso se quede a vivir contigo. “Your Cheatin’ Heart”, de Hank
Williams. Para Dylan, la simplicidad de esta canción es la clave, no como hoy
en día, en que todo va lleno, es recargado, sofisticado en exceso. Eso y el
modo en que la canta Hank, no dejándose arrastrar por la banda. En “It’s All in
the Game”, cantada por Tommy Edwards, encuentra la clave en los arreglos, que
hacen que puedas bailarla lenta o como un swing. La paradoja es que en los años
50 no se acreditaba a los arreglistas, no sabemos quiénes son. Hoy ya no se
hacen arreglos así, en los que nada estorba, advierte Dylan. Escribir una
canción no es escribir, es, valga la obviedad, escribir una canción. No puedes
hacerlo como si escribieras una novela o una carta. La canción tiene sus
licencias. “Keep My Skillet Good and Greasy”, de Uncle Dave Macon, es el
ejemplo para el que Dylan se remonta hasta 1924. Esa canción funciona porque repite
la palabra time. Nadie habla así, es
la diferencia entre hablar y cantar. Dylan nos hace notar que no decimos a
nadie cosas como “ven aquí, aquí, aquí”, pero sí lo podemos cantar. ¿Qué
podemos decir de “Blue Moon”, de su magia? Su atractivo, según Dylan, está en
su misterio, en su melodía salida de ninguna parte, en el modo en que un objeto
inanimado, la luna, cobra en ella vida propia. La sencillez de la letra la hace
universal, aunque Dylan elige la versión de Dean Martin. Se filtra su devoción
por Dino, el libertino adorable, el seductor borrachín. A Dylan, cuando habla
de algunos cantantes, de algunos músicos, se le transparenta su aprecio. Por
los Grateful Dead, de los que comenta “Truckin’”, es pasión. Para él no son una
banda de rock al uso, son una orquesta de baile. Los conoció bien, compartió
con ellos una gira que marcó su carrera. Tras ella vino la gira interminable,
el Never Ending Tour, décadas en la
carretera. En este libro no escasean las canciones que hacen de la carretera su
asunto: la propia “Truckin’”, una canción que transcurre en la misma calle de
muchas ciudades; “On the Road Again”, de Willie Nelson, un retrato del músico
en marcha; la ya citada “Keep My Skillet Good and Greasy”, de la que señala que
es una guía espiritual y hará las veces de intérprete en tierras extrañas.
Dylan encuentra pepitas de oro donde nosotros no las habríamos visto.
“I’ve Always Been Crazy”, de Waylon Jennings, le sirve para teorizar sobre la
canción como terapia: si tienes una historia sórdida que contar, es mejor que
la compartas con el público. Tiene un hambre insaciable de historias y te paga
por oírlas. ¿Para qué pagar a un psicoanalista entonces? Tal vez algunas veces
el público no entienda el mensaje, pero Dylan nos recuerda al hablar de “Don’t
Let Me Be Misunderstood”, en versión de Nina Simone, que las canciones y el
arte en general no buscan ser comprendidos. No se gana nada entendiendo la
sonrisa de la Mona Lisa, dice. El último capítulo de los 66 lo dedica a “Where
or When”, compuesta por Rodgers y Hart, y finaliza con estas palabras: “La música trasciende el tiempo al vivir en
él, al igual que la reencarnación nos permite trascender la vida al revivirla
una y otra vez”. Este es un libro para leer despacio, se lleva muy mal con
las prisas. Necesitas saborearlo, reposarlo, tener el lápiz a mano, escuchar
las canciones, leer las letras. Si lo lees deprisa no encontrarás su alma,
creerás que es un fraude. Pero su autor ha sembrado en él docenas de pistas
para que averigües por ti mismo qué es lo que él llama la “filosofía” de las
canciones. Modernas o no, eso es lo de menos. Y tampoco importa demasiado si no
consigues averiguarlo: Bob Dylan ha narrado a su manera varias docenas de
historias que otros escribieron para sus propias canciones, y al hacerlo ha
escrito páginas admirables. Como Walt Whitman, Dylan contiene multitudes, y su
legado no deja de crecer.
(Publicado originalmente en el Diario INFORMACIÓN de Alicante, el día
29/01/2023, con el título “La gramola de Dylan”)